Dr. Isidro Mas de Ayala, Uruguay: «La alegría de vivir o el poder de la Radiotelefonía». («Montevideo y su Cerro» – 1958).

Isidro Mas de AyalaIsidro Mas de Ayala (Uruguay, 1899-1960), fue un médico siquiatra, dirigente estudiantil, poeta, profesor de Enseñanza Secundaria,  literato. En 1958 apareció de su autoría, «Y por el Sur el Río de la Plata», y los comentaristas literarios rioplatenses convinieron en destacar que el doctor Isidro Mas de Ayala, había logrado una plenitud total de pensamiento, agudeza de visión, erudición y forma.

«Como caso de superación literaria no conocemos aquí ningún semejante al de Mas de Ayala, dentro del Uruguay» dijo enseguida de su muerte en el Suplemento de «El Día», Don Vicente A. Salaverri, quien como comentarista, había seguido la evolución del autor.

Publicó «Cuadros de Hospital» (1926), «Infancia, adolescencia, Juventud (1938), «El loco que yo maté» (1941), «Por qué se enloquece la gente (1944), «Psiquis y Soma» (1947), «El inimitable Fidel González» (1947), «Leer es partir un poco» (1954),  y «Montevideo y su Cerro» en 1956.

MVD y su Cerro_Isidro Mas de Ayala

Precisamente de este libro, extraemos esta página impregnada de pleno costumbrismo y sano humorismo, sarcástico también, referido a la radio.

Es,como dijera Dora Isella Russell, parte de un libro que es también«poesía en ejercicio».

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LA ALEGRÍA DE VIVIR O EL PODER DE LA RADIOTELEFONÍA

«Por más que pensamos no podemos darnos cuenta cómo podíamos vivir antes sin la radiotelefonía. Porque, desde que tan maravilloso invento se ha difundido y ha penetrado en nuestro hogar, no podemos pasar un instante sin escuchar sus generosas y diversas ondas, a que, a cualquier hora, nos traen la noticia sensacional, el bolero de moda, el episodio teatral que sacudirá nuestros nervios, sin contar con los jabones, aceites, solares y liquidaciones que, entremezclados con música española, nos harán saber dónde está la pichincha de nuestra conveniencia o la tienda donde, casi regalado, encontraremos de todo para el hogar.

Desde que abrimos los ojos, en la mañana hasta el instante que apagamos la luz de nuestra mesita de noche, la radio está allí, junto a nosotros, transmitiéndonos música reconfortable, ritmos tónicos, canciones alegres, que nos acompañarán a través de la pesada jornada del día.

Mientras tomo mi desayuno, doy vuelta ya el botón del aparato trasmisor [sic] porque no quiero perderme «la hora del desayuno alegre», ¿allí está?: después de unos chillidos eléctricos y sacudidas en el espacio, llega a nuestros oídos, embelesándonos, mientras ponemos manteca al pan, la hora del desayuno alegre, en la que justamente en estos instantes los Hermanos Chavalinos están terminando la hermosa canción «Ya todo acabó». Oídlos para vuestro gozo:

Ya mis perros se murieron
Y mi rancho quedó solo.
Falta que me muera yo
Para que se acabe todo.

Hay quienes de mañana para tonificarse para el resto del día, se dan inyecciones del complejo vitamínico. Otros se tonifican con una ducha escocesa. Yo lo hago con la hora del desayuno alegre porque, después de haber oído esa canción, el espíritu queda alegre, jovial, rebosante de optimismo, como si se hubiera leído un libro de Marden o el artículo de «Selecciones» que enseña cómo ser feliz.

Así da gusto comenzar el día. Puede afuera llover o haber espesa neblina. Podéis encontrar vuestro auto en llanta. Pueden golpear vuestra puerta los cobradores. Con la tonicidad que ha logrado vuestro espíritu merced a la transmisión radial os lanzáis a la vida acorazado de optimismo, y vuestros labios, gozosos, repiten: la vida es bella, la vida es bella.

Si os quedáis todavía en el hogar, podéis, para vuestro placer, escuchar en todas las radios los noticieros de la hora 9. Niños muertos en la China, inundaciones en el Japón, las estadísticas de accidentes de tránsito de la última semana, la débil cotización del peso uruguayo, la baja de precios en Tablada, la garrapata del ganado, huelgas en la F.I.L.C.U. y en la A.N.D.A., terremotos en Chile, el atraso en el pago del presupuesto: son el néctar delicioso que os escancian las diversas radios que se disputan vuestra oreja para vertir en ella la noticia deleitosa que os hará feliz, Y así con la cara rebosante de alegría, podéis lanzaros a la calle a comenzar el día. ¡El mundo es vuestro!.

¡Qué largas son las horas, lejos de la radio! Pero cuando apresurando vuestra labor, llegáis corriendo a  vuestra casa y os sentáis junto al aparato, ¡qué satisfacción! Justamente es la hora de los episodios radioteatrales y vuestro espíritu gozoso puede, para su alegría, elegir entre las diversas estaciones y los diversos títulos: «La mano del muerto», «El profanador de sepulturas», «¿Quién mató al viudo?», «Un cadáver en la frigidaire«. Vuestra atención salta de un episodio a otro no pudiéndolos escuchar todos al mismo tiempo como quisiérais, aunque todos tienen de común la misma voz tónica y optimista de un locutor, sin duda, pariente de Boris Karloff o de Peter Lorre.

Quizás los profesores de dietética y nutrición no tarden en explicar la acción benéfica que sobre el proceso de la digestión tiene el estar escuchando, mientras se come, episodios dramáticos. Porque esa acción benéfica existe, máxime cuando se interrumpe, como es lo habitual, la transmisión para dar cuenta de un espantoso accidente de tránsito o el hundimiento de una casa de apartamentos. ¡Entonces, vuestro estómago, que estaba en el deleite, debe lindar con el frenesí!.

Y no hablemos del arte y la discreción con que se pasan los avisos. Un aceite, por el hecho de elaborarse en España, se ha apropiado de la hermosa música de una ópera española, y con tal insistencia que en el resto de vuestros días no podréis ya escuchar esa inspirada música -sea en un concierto, sea en el disco- sin que aparezca, asociado, el nombre del referido aceite. Diversas clases de yerbas y de jabones, medias y calzoncillos, zapatillas y soutiens se apropian así de música nativa o clásica, a tal punto que ya vemos el día que una marca de paraguas alemanes se anuncie con los temas de las sinfonías de Beethoven. Y nunca podremos agradecerle a los ingenios que tienen tales ideas. Porque ya no es necesario esperar el sábado para escuchar a Lamberto Baldi en el Sodre: a toda hora, y junto al nombre de un jabón, una yerba o un agua mineral, aparecen Mozart, Schubert, Ravel. ¿Cuándo, ni en los mejores días de la Revolución Francesa hubo una democratización mayor y más auténtica de la cultura? Ésta ya no es el privilegio de quienes pueden comprarse un piano. Se da vuelta un botón y veinte siglos de música se vierten en vuestros pabellones auditivos entre nombres de zapaterías y ofrecimientos de sal inglesa.

No quiero fatigar al lector -y separarlo más largo tiempo de su aparato de radio- describiendo hora tras hora -podría decir minuto tras minutos- las maravillas sonoras que durante el transcurso de todo el día le estarán trasmitiendo, para su regalo espiritual, las diversas estaciones de radio. El propio lector con sólo dar vuelta un botón puede comprobarlo no sabiendo qué admirar más: la perfecta dicción de los múltiples locutores, el lenguaje cuidado y verdaderamente castizo de sus locuciones, la mesura y ponderación de los comentaristas, en especial los de los deportes, la altura en el enfoque, el desinterés en la opinión, el fino discernimiento en el juicio, la cultura exquisita en el comentario crítico.

¿Qué edad del género humano -ni aún la del Oro- ha conocido privilegios semejantes? ¡Y pensar que hay personas que dicen que hubieran preferido vivir en otra época – en la Grecia de Pericles o en e Renacimiento italiano- cuando este maravilloso invento aún no se había realizado!

Llega así la medianoche. Si sois comerciante, no queréis a esas horas saber nada de capitales  e intereses, Si sois banquero, no queréis saber más de números. Si sois empleado público, deseáis por un instante no saber nada de aumentos, operaciones ni licencias. Si sois
médico, nada de enfermos. Pues ahí está la Radio Oficial que destina esta hora, justamente, para la música clásica, reparadora, que os conduce como de la mano al sueño. Conocéis su sitio en el dial: C.X. 6. Dáis vuelta el botón y esperáis. Sin duda para vuestro deleite saldrá del aparato una música descansada, calma, sedante. En efecto, escuchad: «Se va a trasmitir el Aria de la Locura de la ópera «Lucía de  Lammermor».

¡Oh, Radiotelefonía, octava maravilla del cerebro del hombre de este siglo!. Moderna alfombra mágica y auténtica lámpara de Aladino: ¿cómo podíamos vivir sin tí?.»

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scrollbar2Fuente:

  • «Montevideo y su Cerro», (1958), Isidro Mas de Ayala, editado por «Galería Libertad», Montevideo, reimpreso en 1960.
  • Biografía publicada en «Médicos Uruguayos Ejemplares», Dr. Horacio Gutiérrez Blanco, pag. 382, con datos biográficos del redactor y semblanza del Dr. José Pedro Cardoso, en Revista de Psiquiatría del Uruguay (marzo, abril de 1966). En biblioteca digitalizada del «Sindicato Médico del Uruguay», consultado en mayo 23 de 2013.
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